El reciclaje
Recorrió con su vista lo que llamaba su casa y cada parte de ella le recordó su propia existencia, reducida a idas y venidas a los basureros. Las oxidadas láminas y los cartones para las paredes y techo los obtuvo luego de duras disputas con otros menesterosos. Una por una las piezas pasaron a formar parte del ciclópeo rompecabezas según la necesidad de espacios íntimos, del caprichoso diseño o los requerimientos del antojadizo clima que le obligaba a tapar los agujeros, ya para evitar el exceso de sol ya para protegerse de las goteras. La armazón sobre los que se asentaba el rompecabezas, mostraba un mosaico de apoyos digno del más grande arquitecto surrealista: varillas de hierro combinadas con pedazos de madera y de vigas aún retorcidas, toscamente labradas, provenientes de árboles derribados si no por las tormentas, por los mozos de la alcaldía o contratados por esas empresas para derribar aquellos que abrazaban los cables eléctricos. Otras paredes o secciones de techo fueron reforzadas con trozos de cualquier cosa que fuera resistente y larga, como mangos de escoba, antenas de televisión desechadas, tablas podridas. La puerta, fabricada con tablones, de esos que descartan los constructores, estaba asegurada con cadena y candado, como símbolo psicológico de la persuasión, puesto que cualquiera entraba por las paredes sin el menor esfuerzo. De todos modos, a nadie, por ladrón que fuera, se le ocurriría robar en una, digamos, vivienda de ese tipo, sin nada que robar, aunque para el dueño sus escasas pertenencias provenientes de los basureros fueran todo su tesoro. Una era su orgullo: la cama. Primero, por la dura trifulca en que la obtuvo, y segundo, por el sacrificio para quitarle la gran mancha de diversos colores que tenía en el centro. Fue necesario para ello muchos viajes al chorro comunitario y una gran cantidad de jabón, acumulado de los sobrantes que le regalaron las señoras del lavadero público. Si la lavada fue titánica ya no se diga la secada. Sacrificó varios días vigilando que no se la robaran en lo que la secaba a golpe de sol, dándole vueltas como carne en el asador. Luego vino la tarea de equilibrarle las patas y nada más fácil para ello que dos pedazos de ladrillo, por supuesto, encontrados en el basurero. Él mismo elaboró de los retazos de tela que encontró la cobija, las almohadas y cortinas, el cobertor. Cada pieza era un mosaico de muchos colores. Sí, la cama y el dormitorio eran lo mejor por el colorido. Sin desmerecer la mesita y un par de sillas, estabilizadas, como lo hicieran con alguien que se quebrara los huesos, con vendas de plástico, tela o alambre, y por supuesto, con los benditos ladrillos que compensaron cualquier desequilibrio.Tampoco le faltó la parte estética. En macetas, elaboradas con diversos depósitos plásticos y de ollas magulladas y oxidadas, sembró una planta de flores rosadas y blancas, una mata de chile, una enredadera de no sabía que planta porque aún no daba frutos, pero que ya invadía parte del techo, y otras, incluso algunas macetas tenían el verdor de las plantas no invitadas pero que hallaron un pedazo fértil de tierra para crecer.Se sentía muy a gusto con su "vivienda". De vez en cuando era asaltado por una inquietud: una o dos veces al año todo el barrio era arrasado por un incendio, de esos que suceden porque alguien dejó una vela encendida o por la quema de petardos cuyos residuos aún encendidos besaban con fuego los cartones y plásticos. Cuando eso sucedía, todos acudían de nuevo a los basureros para la reconstrucción. Era dura la lucha por los materiales, pero se conseguían. Con suerte alguna organización les regalaría láminas nuevas.– ¡Son mierdas!–, dijo, al tiempo que dejaba de leer un periódico de muchas fechas atrás, – Los únicos que reciclamos somos los pobres.Terminó su descanso. Salió cargando su viejo saco lleno de latas y envases de plástico, tuvo un buen día en los basureros.
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Sharon -